de flexibilidad, se rompen. Todo el mundo conoce el principio de la elasticidad: el mástil de un barco no se parte en dos porque puede curvarse; una goma elástica en buen estado no se romperá tan rápidamente como una que esté seca y rígida; el bambú se endereza tras la tormenta, pero el árbol más poderoso se cae. Es un principio que gobierna también la mente humana. Tiene que haber elasticidad, un concepto que escasea en la sociedad occidental. La gente permite que la sociedad los endurezca y les haga inflexibles ante reglas, leyes y patrones marcados por las expectativas de los otros. Por supuesto, considero que las normas deben existir, pero deben de hacerlo a fin de facilitar la libertad de los individuos. Las reglas tienen que ser suficientemente sólidas y ofrecer claridad y seguridad, pero los seres humanos no deben ser rígidos. Deben estar siempre en movimiento, tanto física como mentalmente y tener la suficiente flexibilidad para absorber los golpes. Al igual que el mástil, el edificio y la caña de bambú.
Estos pensamientos fueron los que me llevaron a pensar en el ser humano, la enfermedad y la salud, el funcionamiento y disfuncionamiento de las personas desde una nueva perspectiva. Es el punto de partida sobre la que se basa mi terapia, que aborda más allá de la asistencia sanitaria, tal y como planteo en este libro.
¿Qué ha ocurrido para que yo mismo haya escogido una dirección tan distinta a la que inicié con mis estudios? ¿Por qué crear algo nuevo en una profesión en la que casi toda la creatividad ha sido abortada por la capitalización de la ciencia? Así es como veo la medicina tradicional, como una ciencia comercializada. Lo único que parece ser importante es el conocimiento de los hechos, en detrimento de los sentimientos.
Elegí un enfoque creativo: una mezcla de conocimientos y sentimientos, aunque realmente dudo que fuera una cuestión de elección. Sucedió como consecuencia de mi naturaleza y también de mis observaciones, de todas las impresiones que recibí a lo largo de los años, como ser humano, como médico, como observador del medio ambiente.
Hace diecisiete años empecé a trabajar como asesor médico de una compañía de seguros o lo que en aquel momento se conocía como “médico de seguros” – en los Países Bajos, cada empleado está asegurado en caso de enfermedad-. Era inusual comenzar de esa manera siendo tan joven. Mis colegas llegarían a ser especialistas al final de sus carreras, cuando hubieran visto y tratado a numerosos pacientes. El caso del asesor médico es diferente: no tiene que ocuparse del tratamiento, sino de controlar la envergadura de la enfermedad. Sin embargo, yo ejercía mi trabajo con otro punto de vista: me preocupaba el proceso de diagnóstico, que debía realizar lo más rápidamente posible utilizando sólo mis ojos, mis manos, mis oídos, un estetoscopio y un martillo reflejo.
La mente de un asesor médico no se distrae pensando en el tipo de tratamiento a realizar, ya que eso queda en manos de otros médicos. Durante esos años examinaba entre cuarenta y sesenta personas cada día. ¿Cómo lograr hacer diagnósticos tan rápidos? ¿Cómo decidir quién estaba enfermo y quién no? Continuamente me hacía estas preguntas y me planteaba una y otra vez qué era lo que determinaba la enfermedad, teniendo en cuenta el ambiente de trabajo de las personas, sus circunstancias sociales y su historial médico. Lo que más me intrigó fue precisamente la combinación de estos factores. Por qué, por ejemplo, un ama de casa que enferma de gripe sigue adelante con su día a día -tal vez funcionando a un ritmo inferior-, sin que su gripe afecte en ningún sentido al devenir de la sociedad.