Estoy aquí, en este lugar soleado, a tres mil kilómetros de casa, para explicar esta teoría. Vine voluntariamente, pero probablemente no habría venido si no hubiera sido por el continuo aliento que recibo de mis colegas, políticos, ejecutivos y amigos -familiarizados ya con esta teoría- para que la desarrolle sobre el papel. Año tras año, todos me animaban en la misma dirección, pero cada uno desde una perspectiva diferente. Una persona veía en esta teoría la posibilidad de sobrevivir en su ajetreada vida cotidiana. Otra, posibilidades para mejorar sus habilidades gerenciales. Otros, el ser capaces de mantener sus altos niveles de rendimiento como cantantes, o bailarines, o atletas. El pintor veía posibilidades de dar más profundidad a su obra. El político de ser menos vulnerable a los ataques. Pero fueron mis pacientes los que más me presionaron. Pacientes con artritis reumatoide, que habían aprendido a controlar su dolor y agresividad. Pacientes con tumores malignos, cuyo crecimiento remitió. O que lograron establecer un equilibrio con el tumor, lo que hizo que las cosas fueran más fáciles al final. Otros, que aprendieron a controlar un resfriado. Y por último, y no por eso menos importante, de mis colegas, especialistas de diferentes disciplinas y médicos generalistas, que enseñaron a sus pacientes a combatir el dolor con la ayuda de una simple aritmética, sin sentir de inmediato la necesidad de acudir a los remedios médicos, que acaban mermando la independencia del paciente.